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Mis pacientes

Lo mejor que tengo son mis pacientes. Eso lo tengo claro.

Ellos me dan oportunidad de hacer lo que me gusta y ejercer la medicina en la que creo. Muchos de ellos son ya grandes amigos y me gusta pensar en ellos como en «mi familia».

Por muchos motivos muchas veces los pacientes van/vamos al médico con miedo, con desconfianza. Es bastante normal si pensamos que el ser paciente te hace vulnerable. Tienes una enfermedad, tienes un problema que quizá a «ese» médico le parece poca cosa, o baladí, pero es «tu» problema. Lo que más te preocupa, lo que más te remueve por dentro, algo que te hace sufrir… y da miedo. Da miedo contarlo y que no te entiendan, o te despachen rápido sin mirarte, o no te sonrían, o… hay tantos miedos ocultos en una consulta médica que solamente el que ha sido paciente puede entenderlo. Esperar un resultado que te puede cambiar la vida en una sala de espera, hacerte una prueba, que te pongan el camisón ese del culo al aire, cosas que hacen que te sientas pequeño, despojado de dignidad, de identidad.

En esto casos creo que alivia comprobar que la persona sentada al otro lado de la mesa es alguien normalísimo, como tú. Con sus virtudes, defectos, puntos fuertes y débiles. Días buenos y días de perros. Una persona, vaya. Y alivia que sonría, y alivia que hable contigo como alguien que se toma un café con otra persona sin tener que ponerse muy serio y estirado.

Por eso yo creo que los médicos necesitan una enfermedad, aunque sea pequeña, para entender, para saber lo que es empatía de verdad y no solamente de boquilla.

Por eso yo estoy convencida de que tenemos que aprender a mirar a las personas y verlas en su totalidad, en su realidad, en su indefensión. El médico, se dé cuenta o no, quiera o no, está en una posición de superioridad frente al paciente. Y tenemos que eliminar esa barrera. No hablo de ser su madre, ni su amiga necesariamente, hablo de una relación de igual a igual.

Donde no nos moleste que nos digan que han buscado en internet sobre su enfermedad, ni que tenga una idea sobre qué puede mejorarle, o que quiera probar algún tratamiento distinto. Hay que razonar, explicar, comprender.

Es muy fácil decirlo y seguro que a mí también me sienta mal cuando me quieren corregir (seguramente muchas veces con razón) o cuando me piden que tome otro enfoque o veo que no están de acuerdo en algo.

No, no soy perfecta en las relaciones con los pacientes.

Sí, seguro que muchas veces resoplo internamente o pierdo la paciencia. Sí, claro que me sientan mal algunos comentarios y actitudes, pero a la vez creo que hay que ser honesto y decir que no se conoce todo, no se saben todas las respuestas, ni todas las causas, ni todos los porqués. Gracias a Dios. A veces las preguntas acaban en su escalada, en la eterna pregunta: «¿Por qué me pasa a mí?» Y ante esa pregunta casi filosófica, sagrada, profunda, hemos de reconocer nuestra ignorancia absoluta. Porque en el fondo nos están preguntando por la causa del sufrimiento. Ese porqué difícil de formular, difícil de aceptar, e imposible de resolver aquí y ahora.

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